miércoles, 5 de agosto de 2009

La increíble historia de Routier Parra

Era chileno, peleó dos veces un título mundial de boxeo, pero nadie lo recuerda. Sus fotos son escasas y las pocas entrevistas que dio sólo sirven para acrecentar el misterio en torno a él.

Casi como un anticipo de su destino, Alejandro Romero Castillo optó por alterarlo todo en su vida. Creció con una familia que no fue la suya, en una ciudad donde no había nacido. Viajó siendo menor de edad a Estados Unidos, donde combatió con un nombre que no era el propio. Tomó otra nacionalidad y cuando pudo ser uno más de los elegidos en la escasa galería de los ídolos chilenos, se perdió en el anonimato para transformarse en el más olvidado e ignorado de todos nuestros gladiadores.

La historia de Alejandro Romero Castillo quedará sepultada para siempre entre los elogios y las páginas dedicadas al Tani Loayza, Arturo Godoy o Quintín Romero, contemporáneos que gozaron del halago unánime y del pasaje a la posteridad, cuya vida y trayectoria pueden rearmarse fácilmente con sólo repasar la prensa de la época.

Routier Parra -que ése era su nombre de combate- es un fragmento estadístico en la historia del boxeo chileno. Ignorado en los textos, asoma casi como una anécdota el combate que lo convirtió, el 9 de abril de 1928, en el segundo boxeador chileno en pelear un título del mundo. Pero para llegar a ese capítulo antes hay mucho que contar...

El rutero

Alejandro Romero Castillo nació, aparentemente, en Antofagasta. Así lo dicen los registros en Estados Unidos, sus primeras notas periodísticas y su partida de nacimiento. Sin embargo, en su visita al país en 1964, le confesó al periodista Antonino Vera que en realidad él era de Tocopilla, contradiciendo toda su historia anterior. No sólo eso: en aquella oportunidad dijo llamarse Alejandro Enrique González.

Tampoco está claro cuándo nació. El documento del Registro Civil señala que fue el 9 de febrero de 1905, aunque sería inscrito recién en 1922 y en Calama, una vez que sus padres formalizaron el matrimonio. Los rigurosos datos de la Comisión de Boxeo del Estado de Nueva York consignan, sin embargo, que nació el 21 de diciembre del mismo año, dato no menor si se considera que debió esperar varios meses hasta poder combatir quince rounds como mayor de edad.

Como sea, en la tierra del norte Romero (o Parra o González, usted elegirá) armó el espíritu. Y hay que recurrir a la leyenda para esclarecer cómo un fajador nortino fue a parar a Valparaíso.

Cuando el niño Romero tiene diez o doce años llega a Antofagasta, como manejador de una obra de varieté, el empresario porteño Roberto Parra. Este hombre solía amenizar los entreactos del Teatro Nacional con peleas de infantes vendados, riñas que culminaban cuando el último de los combatientes podía sostenerse en pie.

Romero tomó parte del espectáculo y fue tanta su bravura que no sólo ganó la competencia y los 15 pesos de premio, sino que a los pocos días emprendía viaje al centro del país como protegido del empresario, quien valoró no sólo su valentía, sino además sus conocimientos adquiridos observando a Antonio Salas, un aclamado boxeador de la zona, a quien le llevaba los bultos y acompañaba en el gimnasio.

Roberto Parra no era cualquier manager. Había sido deportista en sus años mozos y llegó a destacar como uno de los primeros ciclistas aficionados en los caminos porteños. Fue entonces cuando se ganó el apodo que lo acompañaría por el resto de su vida, pero que haría famoso a su hijastro: El "Routier" Parra; el hombre de la ruta. Como su existencia siguió ligada a los caminos, el sobrenombre perduró, más aún cuando su afición al boxeo lo llevó a formar una pequeña troupe de pugilistas, donde destacaban sus hijos naturales pero, sobre todo, el moreno peleador nortino llamado Alejandro Romero.

Los primeros combates

El estilo de Romero lo convirtió prontamente en figura en Valparaíso. La prensa consigna que el peso mosca siempre daba ventaja en la balanza, porque no tenía rivales de fuste en su categoría. O combatía con tipos mayores y más pesados, o lo hacía frente a los argentinos.

Así sucedió, por ejemplo, el sábado 13 de febrero de 1926, cuando en el Pabellón Garden (una carpa instalada en el sector de El Almendral) dio cuenta del trasandino Luis de Marco, burlándose de su rival ante el solaz de la parcialidad que llenaba el recinto.

El 10 de abril daba otra vez ventajas frente al gallo Carlos Valencia en el Coliseo Popular, pero pese a los kilos de regalo no tuvo problemas en despachar a su rival, quien se tomó revancha el 26 de mayo. Según Parra, alcanzó a combatir más de 80 veces, aunque la prensa consigna muy pocos combates, entre ellos sus dos únicas derrotas, frente a Valencia y a Nicanor Tapia.

A fines de junio, recomendado por Tani Loayza y financiado por Mr. Braden, la Comisión de Boxeo de Valparaíso y algunos particulares, Alejandro Romero Castillo sufre el segundo gran desarraigo. Despedido por su familia adoptiva, promete en el muelle antes de embarcarse que su carrera en Estados Unidos la hará bajo el nombre de su mentor, Routier Parra.

El benefactor

Las cosas no fueron fáciles. Según narra el propio boxeador a la revista Los Sports en 1929, llegó a los Estados Unidos sin haber cumplido aún los 21 años (lo que avala la teoría de su nacimiento en diciembre). Y, además, como requisito de inmigración, le exigieron mil quinientos dólares, cifra que fue cancelada por quien se convertiría en su segundo padre adoptivo: el abogado portorriqueño Antonio González, fanático del boxeo y quien lo alojó en su casa. Es probable que, tal como aconteciera cuando viajó a Valparaíso, Romero finalmente tomara el apellido de su segundo mentor para rebautizarse.

Su manager, sin embargo, no fue González, sino el español Manuel Otero, quien lo incorporó de inmediato al circuito, ávido de peleadores en las categorías bajas, donde los rivales se repetían mucho y pegadores de fuste no había. Y le colocó en el rincón en sus primeras peleas a Doc Buggle, un reputado y estudioso entrenador de categorías bajas.

Sus dos primeros combates -en octubre y noviembre de 1926 frente a Mickey McGarr- fueron empates. Pero a partir de la victoria sobre Joe Ferrentino inició una consistente racha de ocho victorias consecutivas, interrumpida sólo por el empate y la derrota sufridos en junio y julio de 1927 ante Joey Eulo.

Ya las crónicas de sus combates hablaban de un batallador impulsivo, desordenado, con más corazón que técnica. Un "diablo aguerrido", como le consignaban a Routier padre las cartas que le enviaban sus manejadores desde Estados Unidos. No era para menos: varias veces peleó en días consecutivos, en verdaderas eliminatorias para llegar al título del mundo.

Es el 12 de octubre del 27 -un día después de perder con Happy Atherton- cuando comienza la serie que lo llevaría a su momento más alto. Gana consecutivamente a Nick De Salvo, Manu Wexler, Mattu White, Minty Rose y Tommy Abobo para obtener una opción ante "Corporal" Izzy Schwartz, el campeón vigente de origen judío de la corona mundial de los pesos mosca.

El duelo, sin embargo, se origina de manera extraña. Ante la deserción de Harry Goldstein, los organizadores le avisan a Parra y a Otero con sólo cuatro días de anticipación que tendrán la chance de combatir por el título. La lidia fue fijada para el 9 de abril de 1928.

Como sucedió siempre, Parra dio ventaja en el peso. Casi un kilo y medio lo separaba de Izzy Schwartz, quien además lo había obligado a firmar un documento garantizando que si perdía, el chileno le daría revancha antes de un mes. A los 29 años, "Corporal" sabía que quemaba sus últimos cartuchos, por lo que el rival, de campaña ascendente, representaba todo un riesgo. Alentado por casi tres mil quinientas personas, el neoyorquino pudo resistir el desesperado ataque del chileno en el primer round.

Sangra una ceja

La veteranía del campeón le permitió recuperarse en el segundo, rompiendo la ceja izquierda de Parra, quien sólo en el cuarto y quinto asalto pudo recuperar el aire. Pero su momento -de acuerdo con las crónicas de las agencias reproducidas por El Mercurio- estuvo en el noveno round, cuando con un gancho de izquierda al rostro hizo tambalear al campeón, que replicó en la siguiente vuelta abriendo nuevamente la herida del antofagastino.

Los últimos cinco rounds fueron unilaterales, con el campeón siguiendo sobre el ring al aspirante, que sólo se limitó a protegerse para llegar en pie al final de la reyerta. Al momento de la decisión, en el gimnasio de Saint Nicholas no había dudas: Izzy Schwartz era el legítimo vencedor. Las tarjetas le habían otorgado 14 de los 15 asaltos.

La derrota cambiaría para siempre la carrera deportiva de Routier. Tras caer por nocaut un mes después ante Harry Goldstein, el boxeador nortino viaja de vuelta a Chile para obtener el reconocimiento de su patria. La sorpresa es grande: nadie parece conocerlo. Las entrevistas son pocas y la posibilidad de combatir en el país, nula: no hay pesos moscas que se atrevan a subir al ring. Tampoco en Buenos Aires.

Contrastaba la realidad con lo que Romero esperaba. En Nueva York, la pelea que le ganó por nocaut a Pete Buckley culminó con una dama subiendo al cuadrilátero para llenarlo de besos. Y compañía no le faltaba para ir al Zoológico, a Coney Island o a los "spikis" (salones de baile) donde los boxeadores eran presa cotizada. La escala en Perú también lo sorprendió, pero la abulia en Chile terminó decepcionándolo, más aún si el Tani, con méritos iguales, era idolatrado. Dos meses después, y acompañado por Juan Carroza, un iquiqueño de 51 kilos, emprendió el viaje de retorno.

El milagro

Desde que volvió a Nueva York, en noviembre de 1928, hasta que se retiró del boxeo en 1936, Alejandro Romero Castillo combatió veintinueve veces y ganó apenas una pelea: a Willie La Morte, en marzo del 29 en Toronto, Canadá.

Pero increíblemente, pese a la seguidilla de derrotas por la vía rápida, la National Boxing Association le dio una segunda oportunidad por el título del mundo en peso mosca, esta vez enfrentando a Frankie Genaro. El combate, realizado el 16 de julio de 1931 en North Adams, Massachussets, terminó por la vía rápida en el cuarto asalto.

Según la crónica del New York Times, el monarca fue claramente superior, "golpeando a su adversario desde la campana inicial, sin darle chance a meter golpes". Otra vez con la ceja abierta -herencia de un brutal combate con Midget Wolgast en 1929- la opción de Routier jamás estuvo a la vista.

Se pensaba que el día del retiro sería el 7 de septiembre de 1933, cuando cayó por segunda vez ante Johnny "Skippy" Allen. Sin embargo retornó tres años más tarde, en un último y desesperado intento por romper su impresionante racha de palizas, sólo para caer por puntos ante Beezy Thomas en la Fort Hamilton Arena, en Brooklyn.

Ya por entonces estaba casado con una puertorriqueña de nombre Elvira. El resto de la historia la escribe parcialmente el mismo Romero cuando decía llamarse Alejandro Enrique González.

Asegura que permaneció por dieciocho meses en la 28 división de infantería del Ejército norteamericano, que se mantuvo estacionada en New Jersey antes de la Segunda Guerra Mundial. No fue al conflicto porque le detectaron una hernia y luego ingresó a trabajar en la Brighton Beach Bath Inc. de Brooklyn.

Vino a Chile en 1948 y luego en 1964, y cada vez que partía, aseguraba que iba con él un boxeador nortino de grandes proyecciones, del cual poco más se supo. Presentó a una hermana y también declaró ser jinete de carreras.

Su rastro se pierde para siempre después de la última visita. Rastrearlo resulta imposible porque la búsqueda es infinita. Routier Parra, Rury Parra, Alejandro Romero, Alejandro R. Castillo, Alejandro E. González. ¿Quién es realmente el campeón más olvidado del deporte chileno?

En la historia del boxeo de Renato González, editada por Quimantú en 1972, su nombre apenas aparece como referencia estadística o mera anécdota. Hay referencias históricas equivocadas por doquier y lo único que mantiene vivo el recuerdo es el impecable registro de sus combates en los Estados Unidos.

Esa es la historia. O parte de ella. Fragmentos oscuros y lejanos que no permiten armar el puzzle. El hombre que combatió dos veces por la corona del mundo así lo quiso. Casi como un superhéroe que desea ocultar su identidad, resignándose a quedar eternamente en el sótano de nuestra memoria.

Cualquier esfuerzo por sacarlo de allí, sólo hará justicia.

Aldo Schiappacasse
El Mercurio
Lunes, 21 de Marzo de 2005