El extemporáneo regreso de Martín Vargas puso, con un rasgo de patetismo, al boxeo otra vez en la memoria de los chilenos. Sin embargo, como deporte milenario, el pugilismo se practicó en las grandes civilizaciones de la humanidad. Si bien decayó en la Edad Media, resurgió en la Inglaterra del siglo XVIII, desde donde se expandió como actividad y espectáculo público al resto del mundo. En todo este trayecto ha sido, misteriosamente, fuente de inspiración para numerosos escritores y artistas. La decadencia y casi extinción del boxeo en Chile es un hecho. Atrás quedaron los tiempos dorados, donde hombres de esfuerzo y valentía enorgullecían con sus mejores golpes a una patria entera. Artes y Letras conversó con siete entendidos, que explicaron los porqués del mal momento del pugilismo nacional.
Que el boxeo maldice a sus beneficiarios es algo discutible. John Sholto Douglas, octavo Marqués de Queensberry, que heredó el título en 1858 y murió en 1900, es considerado "uno de los inmortales del deporte del boxeo".
Pero no fue su afición a este deporte lo que lo llevó a la locura. Tenía en sus venas "la maldita sangre de los Douglas" escoceses. Además, su alma enfrascaba un odio desatado hacia el hombre que había seducido a su hijo:
Oscar Wilde. El marqués murió presa de insanía mental imprecando contra su familia. Murió con la lengua tensa de odiosidad. Años antes había concurrido a la puesta en escena de una de las obras de Wilde, acompañado de matones aficionados al boxing, cargando una cesta de frutas semipodridas para arrojarlas al escenario. Fue expulsado. Y su rencor se acrecentó. Sólo descansaría hasta destruir a Wilde. Inició las más despiadadas persecucionesy, paradójicamente murió el mismo año que su perseguido.
La celebridad del Marqués de Queensberry en el buen sentido de la palabra no se debió a los hechos lamentables anteriormente descritos. En 1867 apareció el código que lleva su nombre y que reglamenta, hasta hoy en día, la práctica de combates de aficionados y profesionales del boxeo. Pero para ser justos, hay que decir que su "inmortalidad" en los anales del boxeo es meramente nominal. El marqués era ferviente entusiasta del pugilismo, pero las reglas que apadrinó no salieron de su puño y letra. Las reglas fueron redactadas por John Graham Chambers, miembro del Amateur Athletic Club, quien, de acuerdo a las costumbres de la época victoriana, recurrió a un personaje distinguido para que las patrocinase y les diera su nombre. Al marqués, la buena fama que ganó para la posteridad sólo le costó un cortés asentimiento ante la propuesta de Graham.
La importancia de las denominadas reglas del Marqués de Queensberry fue enorme, pues éstas conformaron lo que hoy en día entendemos por boxeo. La transformación de las anteriores London Prize Ring Rules implicó avanzar hacia un pugilato científico, menos brutal. La lucha fue eliminada; se exigieron guantes para pelear, quedando obsoletas las peleas de los bare-knuckles (sin guantes) o de los skintight mufflers (guantes de cuero sin protección que se usaban ocasionalmente en los combates profesionales de bare knuckles). Además, se dio a los asaltos una duración de tres minutos, en vez de que el combate terminara con el abandono o knock out de uno de los púgiles. Y el período de descanso entre cada asalto aumentó de treinta segundos a un minuto.
Un deporte milenario
Es natural que los hombres y las mujeres desde sus primeros momentos de bípedos hayan utilizado sus puños para saldar rivalidades y defenderse. Pero fue más tarde, cuando se alcanzó un nivel de desarrollo mayor, que organizó al hombre en sociedades, permitiéndole una mayor seguridad física y económica que a su vez dio lugar al ocio, madre de todos los deportes, que el boxeo hizo su irrupción en las sociedades antiguas.
Ya en el 1.500 a.C, en Knossos, se conocía una forma rudimentaria de boxeo.
Los poemas de Homero también contienen referencias a este deporte, que fue practicado en Atenas y otras ciudades griegas, y que estaba incluido en los antiguos Juegos Olímpicos. Pero estos primeros pugilistas griegos no gozaron de ninguna consideración. Eran aficionados, amateurs. Tuvieron que incrementarse la riqueza y el lujo social para que estos amantes del combate a puños fuesen alquilados para dar espectáculo a ricos y poderosos. También era frecuente que los esclavos recibieran entrenamiento especial.
Los boxeadores griegos se cubrían los puños y parte de los brazos con bandas de cuero. No es temerario suponer que estos luchadores eran patrimonio personal de sus dueños, que los utilizaban a su libre antojo. Nat Fleischer en su obra "Los Colosos del Boxeo" fundamenta lo anterior: "Un magnífico bronce griego que se halla en el Museo delle Terme en Roma representa a uno de estos boxeadores, sentado y preparado para comenzar un combate. La figura tiene un par de argollas en las orejas, que indican la condición social del modelo".
Roma degeneró en gran medida el sentido último de este deporte. La decadencia de los reinados de Calígula, Claudio y Nerón hizo que el boxeo entrara en una nueva etapa de su desarrollo. Los boxeadores usaban el cestus para cubrir su puños. Si antes hubo sangramiento esporádico en los asaltos, ahora el líquido corría a raudales. Los cestus eran unos guantes largos, revestidos de botones puntiagudos de hierro o bronce. Los púgiles, que al igual que los gladiadores y otros protagonistas de los espectáculos circenses eran esclavos, no tenían derecho a elección alguna. O combatían para matar o eran muertos sin combatir. La lucha era pie contra pie, "hasta que convertidos en una pulpa sangrienta por los terribles guantes erizados de púas, caían muertos sobre la arena". Así, se dio el caso que un campeón cargó con la muerte de más de trescientos adversarios, pues los frenéticos espectadores no aceptaban sino al menos una muerte por combate.
El desmoronamiento del Imperio y el auge del cristianismo pusieron fin natural a esta perversa desviación.Por miles de años el boxeo desapareció como deporte o espectáculo público. Según Fleischer "no hay datos históricos que lo evidencien, pero probablemente la lucha estuvo durante mucho tiempo circunscrita al bajo nivel social". Lo que nadie duda es que los puños se mantuvieron en alto siempre que una situación, relevante o no, lo ameritara.
El renacimiento del boxeo en Inglaterra
Una de las muchas consecuencias de la aparición de las ciudades modernas fue que el boxeo volvió a constituirse en un deporte respetable y digno de entretenimiento público. Londres fue el lugar en donde el renacer del pugilismo se asentó en la modernidad. A principios del siglo XVIII el deporte ya era popular en la capital y otras ciudades inglesas. Tanto así, que en 1719 James Figg fue reconocido como campeón de Inglaterra. La práctica era desorganizada y poco estética. Los contendores no llevaban guantes y se cogían mutuamente para derribarse, por lo que las caídas minoritariamente eran causadas por un buen golpe de puños.
Estos combates no sobrepasaron la indigna categoría callejera de riñas o trifulcas, por lo que los espectadores reclamaron un mayor orden en pos de un resultado más estético. En 1743 Jack Broughton, campeón durante dieciséis años, redactó un reglamento que contentó a púgiles y espectadores.
Correspondió a Inglaterra producir los más notables boxeadores del siglo XVIII. Allí también concurrían los extranjeros que desearan demostrar sus habilidades pugilísticas. Los irlandeses, entusiastas de cualquier deporte que implicara lucha, fueron los primeros en llegar. Luego un norteamericano apareció en un ring británico. Fue premonitorio de las futuras glorias del siglo XX, pues era negro. Había obtenido su libertad al vencer a otro negro.
Irrumpían en el boxeo los hombres de color, que tantos triunfos darían a Norteamérica y Cuba en este deporte. William Faulkner en su "Absalón, Absalón" da algunas pistas sobre la manera negra de combatir: ...En el establo una oquedad cuadrada hecha de rostros a la luz de la linterna, las caras blancas en tres lados, las caras negras en el cuarto, y en el centro dos de los negros salvajes [de Stupen] peleando, desnudos, no peleando como pelean los blancos, con reglas y armas, sino como los negros pelean, para herirse mucho y rápido el uno al otro. Más tarde, Larry Holmes, ex campeón mundial de los pesos pesados, pronunciaría una dura frase: Es duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro una vez... cuando era pobre..
A fines del siglo XVIII el boxeo había caído nuevamente en el desprestigio.Boxeadores mediocres y corrompidos habían sido los causantes. Un nuevo y eximio campeón la única salvación para un boxeo en decadencia apareció en los rings ingleses. Daniel Mendoza era un judío inglés de origen portugués:
"Fue el primer gran general del ring, el científico antecesor de boxeadores como Corbett y Tunney".Quien venció a Mendoza fue John Jackson, "El Caballero", en 1795. Su apodo se debía a que gustaba rodearse de señoritos de sangre azul, aunque su origen no fuese de alta sociedad. Tras pasar seis años alejado del ring, Jackson desafió a Mendoza. Al cabo de 11 minutos, el 15 de abril de 1795, el retador se proclamó campeón de Inglaterra. Se dijo que el "El Caballero" había utilizado una estratagema lejana al fair play, que aunque no era penalizada, enlodó su triunfo: agarró de la melena a Mendoza con una mano, y con la otra, la demoledora, conectó su golpe aturdidor. Este desenlace dividió a la opinión pública. Algunos objetaron el triunfo y otros arguyeron que Mendoza, como el Absalón de la Biblia, había sido derrotado por culpa de sus rizados cabellos.
John Jackson fue célebre también por haberse negado a dar revancha, con lo que de paso se ubicó como el mejor boxeador inglés durante los siguientes 25 años. Su experiencia y tiempo libre los utilizó en fundar una academia que llegó a ser famosa. Entre los distinguidos y empingorotados pupilos se encontraba Lord Byron. Pese a su cojera, Jackson logró hacer de él un buen boxeador. El joven poeta mantuvo correspondencia con su amigo y maestro, y desde Italia le informó que había sido atacado por un tunante, al que había dado una lección "merced a un buen puñetazo inglés en la tripa". Además, en su obra Hints from Horace, Byron rindió un inmortal tributo a Jackson, con este verso: And men unpracticed in exchanging knocks/ Must go to Jackson ere they dare to box. (Y aquellos que no excedan en cambiar puñetazos,/ deben ir a Jackson antes de lanzar un desafío.)
El boxeo con el transcurrir del tiempo sería una inagotable fuente de inspiración literaria para la tradición sajona. Conan Doyle, Mark Twain, Jack London y Ernest Hemingway son algunos de los más brillantes escritores que se ocuparon de él en su arte.
El boxeador de Conan Doyle y la mujer en el boxeo
Lo que diferencia a otros deportes del boxeo es que éste fue enaltecido por las acepciones que de él se apuntaron. "El noble arte de la defensa personal" fue una de las definiciones que más enorgullecieron a cultores y admiradores.
El ejemplar de 1913 de la tradicional enciclopedia victoriana Pears', lo definió así: "Ejercicio y deporte combinado. Cuando se usan los guantes apropiados, es un útil y loable arte, que inculca los principios de la defensa personal y el uso científico de los puñetazos en su justa medida".
Compilador de esta tradición honorífica del boxeo fue el genial escritor inglés Arthur Conan Doyle (1859-1930). Admirador confeso y digno practicante, Conan Doyle retrató en sus Cuentos del Ring un pedazo importante de la historia del boxeo en la Inglaterra de fines del siglo XIX. En "El Amo de Croxley", "El Lord de Falconbridge", "El Descrédito de Lord Barrymore", "El Rey de los Zorros" y "El Matón de Brocas Court", la estilizada pluma del creador de Sherlock Holmes tocó tópicos fundamentales del mundo boxeril.
En primer lugar, el lector advierte que el boxeo fue una actividad que capturó adherentes tanto de las clases sociales bajas como de la misma aristocracia. En el "Amo de Croxley", el cínico y beato Dr. Oldacre dice: Si nosotros no vivimos en el plano más elevado, ¿cómo vamos a esperar que lo hagan estos pobres trabajadores? Es algo que espeluzna el pensar que las gentes de esta parroquia se interesan mucho más por el próximo combate de boxeo que por sus deberes religiosos. El estoico Montgomery, a quien el Dr.Oldacre explotaba como ayudante, próximo a combatir rebate en silencio: Resulta, en efecto, cosa sencillísima "compensar los pecados hacia los que sentimos inclinación, censurando aquellos otros que no nos atraen". Sea como fuere, Montgomery tuvo el convencimiento de que de entre todos cuantos intervienen en uno de esos combates a saber: iniciadores, respaldadores y espectadores, es el auténtico luchador el que ocupa la situación más firme y más honrosa. Nada le reprochó su conciencia acerca de ese punto. El valor y la resistencia son virtudes y no vicios, y en cualquier caso, la brutalidad es preferible al afeminamiento. No es difícil distinguir la voz de Conan Doyle en el párrafo anterior.
Acerca de la importancia del deporte en la clase obrera y en la raza bretona, el siguiente extracto de "El Amo de Croxley" es fundamental : La literatura, el arte, la ciencia, eran cosas que caían más allá de sus horizontes; pero, en cambio, las carreras de caballos, el partido de fútbol, el cricket, el boxeo, eran cosas que estaban al alcance de su comprensión y acerca de las cuales podrían urdir hipótesis antes que tuviesen lugar y que les daban tema para comentarios una vez que se habían celebrado. El amor al deporte, aunque a veces sea brutal y a veces tenga caracteres grotescos, sigue siendo siempre uno de los grandes elementos que contribuyen a la felicidad de nuestro pueblo. Ese amor está tan enraizado en los más profundos resortes de nuestro carácter, y si la educación acaba con él algún día, quizá quede un carácter más elevado, más refinado, pero no estará ya de acuerdo con el tipo robusto del británico, que tan profunda huella ha marcado en el mundo. Todos aquellos trabajadores de color terroso, que caminaban pesadamente, seguidos de sus perros, con el propósito de ver lo que les fuese posible de la pelea que iba a celebrarse, eran otras tantas auténticas unidades de su propia raza".
De acuerdo a lo que se dedica un boxeador cuando cuelga los guantes, en "El Lord de Falconbridge" se lee: Cuando Tom Cribb, campeón de Inglaterra, dio fin a su carrera con sus dos célebres combates con el terrible Molineux, se estableció con una taberna que fue conocida con el nombre de "El Escudo de la Unión", en la esquina del Pantom Street, en el Haymarket. Luego se describen magníficamente el ambiente y la solidaridad entre camaradas: Adornaban la sala muchas estampas deportivas, y abundantes copas y cinturones que constituían los apreciados trofeos que el célebre boxeador profesional había ganado durante su victoriosa carrera. Los Corintios de aquella época acostumbraban reunirse en aquel reservado para discutir, paladeando los vinos excelentes de Tom Cribb, los combates del pasado, para esperar las noticias de la actualidad y para combinar otros nuevos combates en el futuro. También acudían los camaradas pugilistas del dueño, en especial los que se encontraban sumidos en la pobreza o pasaban por un mal momento. Era proverbial la generosidad del campeón, y jamás a un hombre de su oficio se le cerró la puerta, si podía remediar su situación con frases animadoras o una buena comida.
Como buen admirador del boxeo, Conan Doyle sabía la importancia de un buen entrenamiento: A fuerza de largos entrenamientos con los guantes, de paseos de treinta millas, de carreras de una milla siguiendo a un coche-correo tirado por un caballo de buena sangre, y a fuerza de una serie interminable de saltos con la cuerda, su entrenador le quitó la grasa del cuerpo hasta que pudo proclamar orgullosamente que su hombre "había perdido hasta la última onza de grasa y que estaba listo para pelear como si se jugase la vida".
Otra característica del boxeador de Conan Doyle es su bondad y rectitud: Yo he venido aquí, señora, para mantener un combate, y no para destrozar a un hombre que no viene con el propósito de combatir. Esto se acabó. Además de su valentía y entereza: De haberse tratado de un adversario menos valeroso, quizás esas caídas le hubiesen hecho darse por vencido; pero para Tom Primavera fueron simples incidentes de su trabajo de todos los días. Aunque magullado y jadeante, volvía en el acto a ponerse en pie. Le corría la sangre en hilillos de la boca, pero sus ojos azulados, de firme mirada, delataban el ánimo inquebrantable de que estaba poseído.
Entre los numerosos peligros que acechaban al boxeador estaban las mujeres: Circulaban muchas historias acerca de pugilistas que primero habían sido acaparados y después abandonados por damas muy ricas, tal y como ocurría con los gladiadores de la Roma decadente. Luego añadía: Tom Primavera tuvo la sensación, mirando a aquella mujer, de que jamás había visto ni soñado dentro de sí la voz del instinto que le advertía que se mantuviese en guardia. Sí aquel rostro era hermoso, por encima de toda ponderación. Pero, ¿era también bondadoso, era cariñoso, era leal? Un algo de extraña repulsión subconsciente se mezcló con la admiración que le inspiraba su encanto. En cuanto a los pensamientos de la mujer, había apartado de antemano todo lo que pudiera significar hombría en el joven pugilista y le examinaba con ojos críticos en su calidad de máquina destinada a cumplir una finalidad determinada.
Una visión más moderna del rol si es que hay alguno de la mujer en el boxeo nos la da Joyce Carol Oates, escritora norteamericana contemporánea devota de esta actividad puramente masculina. En su sabroso libro "Del Boxeo" advierte que si bien hay mujeres que boxean, el papel de las féminas en este deporte ha sido muy marginal. Al momento en que escribe sus páginas, la campeona norteamericana más famosa es la negra Lady Tiger Trimiar, que, "con su cabeza rasurada y su teatral atuendo atigrado", a más de algún recio peso mosca haría temblar. Concluye Carol Oates, dejando en claro que "el papel de la mujer se limita al de la chica del cartel llamada potoca en el medio nacional y al de ocasional cantante del himno nacional. (...) Aparte de eso, las mujeres no tienen un sitio natural en el espectáculo. Las chicas del cartel, con sus bañadores y sus zapatos de tacón alto, chicas con el glamour de los años cincuenta, complementan a los boxeadores, con sus pantalones y su calzado de gimnasio, pero no han de ser tomadas en serio: su exhibición en público no entraña riesgo alguno y es puramente decorativa. El boxeo es para hombres, y va de hombres, y es hombres. Una celebración de la perdida religión de la masculinidad, tanto más incisiva por ser perdida".
Todo lo anterior lo echa abajo la aguerrida y nada femenina protagonista de "El Descrédito de Lord Barrymore". Quizás no fuese mujer: El matón volvió a lanzarse en socorro de su amo. Pero la dama de edad se enfrentó de nuevo con él, echando hacia atrás la cabeza, adelantando el brazo izquierdo y asombrando a Hooper con su postura de diestra boxeadora.
Aquello desató la brutalidad del boxeador profesional. Aunque se tratase de una mujer, iba a hacer ver a aquella multitud protestadora lo que significaba el interponerse en el camino del Calderero. Ella le había pegado y tenía que sufrir las consecuencias. Nadie se le enfrentaría impunemente. Descargó un gancho con la derecha al mismo tiempo que soltaba un taco. Pero el sombrero de la dama se zambulló, y una hilera de nudillos, cortantes como una navaja, le abrieron una brecha por debajo del ojo.
Finaliza este episodio con una trágica pérdida de poder: Empezó a retroceder con cara de asombro ante aquella clase de adversario tan fuera de lo corriente. Y en cuanto hizo eso, se quebró para siempre el embrujo que ejercía su persona. Sólo podía mantenerse a fuerza de éxitos.
En "El Amo de Croxley" encontramos otra referencia a estas mujeres de armas tomar, nada señoritas, sino que por el contrario muy decididas a dar el primer golpe. Aunque sea "a la maleta": Montgomery permaneció inmóvil y como atontado, contemplando aquel cuerpo enorme, caído en el suelo. Casi no se daba cuenta de que todo había terminado por fin. Vio cómo el árbitro le señalaba con la mano. Escuchó su nombre aclamado a bramidos desde todos los lados. Y de pronto se dio cuenta de que alguien se precipitaba hacia él; tuvo la rápida visión de una cara congestionada y de una aureola de cabellos rubios flotantes, un puño desnudo le golpeó entre ceja y ceja, y se encontró caído de espaldas en el cuadrilátero, junto a su adversario, mientras una docena de sus partidarios trataba de sujetar a la frenética Anastasia. Oyó el grito colérico del árbitro, los alaridos de la mujer enfurecida y los gritos de la multitud: Y de pronto sintió romperse algo lo mismo que una cuerda de banjo demasiado tirante, y se hundió muy hondo, en el abismo, envuelto en nieblas, de la inconciencia.
A las dos de la madrugada del 7 de julio de 1930, Sir Arthur Conan Doyle agonizaba en su estudio. En las paredes colgaban los grabados de dos de sus héroes que habían participado en "El Lord de Falconbridge". El campeón Tom Cribb y el negro Molyneux. Atestiguaban con muda presencia los grandes tiempos del ring que habían inspirado al prolífico Arthur. Más allá, en la otra esquina del gabinete, colgaban, desfallecientes también, sus guantes de boxeo. Transcurrió la hora hasta que a las ocho y media de la mañana, rodeado de sus hijos, el inmortal Conan Doyle murió. Quizás dedicara una última mirada a los grandes del noble arte de la defensa personal.
Diagnóstico al Pugilismo Nacional
En nuestro país el boxeo parece estar más vivo en el lenguaje que en los rings. Metáforas como "arrojar la toalla", "me salvó la campana" o "me tiene por las cuerdas" se oyen a diario. Lo que no se vislumbra es algún nuevo campeón, una promesa esperanzadora que saque al boxeo de su letargo. Un golpe bajo al deporte de los puñetazos. Más que eso: un golpe fatal. Un lento, doloroso y predecible knock out. Y como si esto no bastara, la poco elegante reaparición de Martín Vargas...
Artes y Letras conversó con siete entendidos: Simón Guerra, la última gloria viviente de la vieja guardia. Emilio Balbontín, el "mejor entrenador de Chile", el gran adorador del boxeo científico. Paulo Figueroa, el pintor que atrapó los grandes momentos del boxeo universal en sus telas. Y con los cuatro dirigentes del último club tradicional de boxeo, que para sobrevivir ha tenido que construir canchas de fútbol y básquetbol al lado de los rings: el Club México. Luis Caro, presidente del Club México de Santiago; Eduardo Ramírez, secretario del mismo. Sergio Miranda, presidente del México de Osorno, y René Sánchez, director del mismo.
Simón Guerra es el único sobreviviente de las antiguas glorias del pugilismo nacional. En su hablar no demuestra ninguna secuela que le hubiera dejado "el recibir". Recuerda con vividez cada momento importante de su carrera iniciada en 1927. "Fui campeón de Chile, sudamericano y panamericano de los pesos livianos. Estuve combatiendo en Perú, en Argentina, en Uruguay y Paraguay. Perdí una sola pelea, que paradójicamente fue en Chile". Recuerda como una buena época del boxeo chileno los inicios de la década del treinta.
"Mi mejor contrincante fue Usabiaga; peleaba con ganas, fue uno de los mejores. Pero yo le pegaba", asegura entre risas. Dentro de sus recuerdos más felices destaca una pelea fenomenal: "Cuando le pegué al mejor boxeador que habia en Sudamérica. Un argentino al que no lo tocaba nadie. Imagínese, el Luna Park lleno y yo cam peón. Me querían matar los argentinos. Ahí fue cuando gané el cinturón de oro del campeonato sudamericano que aún conservo". Para él, la causa de la depresión actual del boxeo es la falta de buenos entrenadores.
"De niño intruso entré por el portón y vi a uno de mis ídolos: Luis Vicentini pegándole a la pera. En ese momento me enamoré del boxeo para toda la vida", recuerda Emilio "El Maestro" Balbontín, quien tiene el currículum más extenso y ganador de los entrenadores nacionales. "Yo fui el único entrenador del mundo que hizo un estilo en el concepto de defensa", confiesa sin gesto alguno de ostentación. Sereno, sabio. "La mayoría de los boxeadores que yo tuve fue campeón de Chile. Varios, campeones sudamericanos. Cuando viví en Estados Unidos entrené a dos campeones del mundo: "Japi" Lora y David Rojas. También me llevé a seis niños de aquí. Dos pelearon títulos mundiales: Cardenio Ulloa y el rancaguino Ordenes". Consultado sobre la sobrevivencia del boxeo en Chile, es enfático: "Nada salvaría al boxeo en Chile. El golpe es definitivo, pues tendrían que desaparecer el fútbol y el tenis".
Paulo Figueroa estudió Licenciatura en Artes en la Universidad de Chile y después terminó un magíster en artes visuales. Explica la relación de su pintura con la fotografía como la de dos disciplinas inseparables. "Es imposible no hacerse cargo de los golpes que le da la foto al boxeo. Es un golpe en el sentido del realismo, que soluciona el problema de la verosimilitud en pintura. El boxeo contemporáneo, sin foto no funciona".
Lleva siete años dedicado a pintar escenas del ring y ha expuesto multiples veces. Respecto de lo alicaído que está el boxeo en Chile, Figueroa sustenta una optimista y particular visión: "La decadencia no es algo tan malo en el boxeo. Lo que se busca en el ring es la caída. Luego, cuando se habla de decadencia del boxeo... , ése es el significado mismo del boxeo. La muerte que opera levemente hoy en día, ese ocaso en el boxeo, es su naturaleza misma. Internamente los boxeadores no ven esa decadencia. Es el universo social el que la ve".
Los del México han sabido sobrevivir. Con orgullo sienten el peso de la tradición. El suyo es el único club de los que hicieron historia que persiste. El Club Deportivo Cultural y Social México ex México Boxing Club de Santiago celebra sus 63 años de existencia. Para René Sánchez el México de Osorno ha sido trascendente en la historia del pugilismo nacional, "pues de allá salió Martín Vargas. Osornino y del México", asegura orgulloso.
Sergio Miranda pone el énfasis en las virtudes de los boxeadores osorninos, lejanos al estereotipo de vida disipada e irresponsable. "Ellos nunca dan un mal ejemplo. Nunca se les ve borrachos ni tomando en una cantina. Los boxeadores de nuestra ciudad son más cultos que cualquier otro deportista".
Don Luis Caro asegura que el mal momento del boxeo en Chile se debe "a que este deporte ha estado mal dirigido. Otro factor que ha echado a perder el asunto es el de los empresarios, que son unos comerciantes. Basta recordar la dramática muerte de David Ellis en el ring...". Finalmente, Eduardo Ramírez recuerda con cariño los años en que trabajó junto al célebre pugilista Godfrey Stevens: "Fuimos a la disputa del título sudamericano, a Japón por el título mundial. Para mí esos fueron los mejores momentos que me dio el boxeo. Stevens era ejemplo: gran carisma, caballeroso, y por sobre todo un ganador".
Cuatro Escritores Chilenos en el Box
Hace unas décadas, el box tuvo su esplendor en Chile. Carabantes, Fernandito, Arturo Godoy, Godfrey Stevens, y hasta hace poco tiempo Martín Vargas, fueron nombres que despertaron gran admiración en el ámbito nacional. Sus vidas oscilaron entre la ovación y la decadencia tanto física como mental. Algunos de ellos terminaron sus días entrenando a nuevos discípulos en oscuros gimnasios, otros en la pobreza más absoluta.Entre los escritores chilenos que han dado cuenta de su paso por este mundo destaca Juan Uribe Echeverría (1908-1988), con la novela "El púgil y San Pancrasio" (Zig-Zag, 1966), donde aborda una temática deportiva, posiblemente la primera de Hispanoamérica de aquel entonces. El libro muestra ambientes y tipos populares como trabajadores del matadero, vendedores de la vega y de ferias ambulantes y tuvo el mérito de llevar esa singular y abirragada masa que se reunía en un recinto como el Caupolicán, hoy teatro Monumental, al ámbito de la novela; por lo tanto, la riqueza de los registros expresivos de la narración de Juan Uribe son los desplazamientos y diversos giros idiomáticos de seres que pasan inadvertidos al común de la gente. El personaje central es un boxeador (Caucamán), devoto de San Pancrasio símbolo del sacrificio y del martirio por un ideal religioso que en definitiva abandona para siempre el ring, y su único anhelo es volver a su lugar de origen.
Unos años antes, Enrique Lafourcade había publicado, en "Fábulas de Lafourcade" (Zig-Zag, 1963), el cuento "Cupertino" que viene a ser uno de los primeros en abordar el tema en nuestra literatura. Trata de un chileno de extracción popular que parte a Perú en busca de trabajo y, tras varios días de vicisitudes, firma un contrato para disputar un match de boxeo sin haber pisado jamás un cuadrilátero. Más tarde, publica "Mano bendita" (Planeta, 1993), novela que da cuenta de un veterano boxeador que en un verdadero monólogo interior, junto a su nieta "capullito", combate contra la miseria y las sombras.También Poli Délano ha incursionado en el box con el cuento "Uppercut".(Cuentos Tierra Firme. Fondo de Cultura).
En otro ámbito de la literatura, Jorge Teillier no estuvo ajeno al mundo del boxeo. En su libro "Para un pueblo fantasma" (Edic. Univ. de Valpo. 1978) tiene un texto donde hace referencias a esto: "El aire de la mañana es siempre nuevo/ Y lo saludo como a un viejo conocido, / Pero aunque sea un boxeador golpeado/ Voy a dar mis últimas peleas." ("Pequeña confesión"). En una entrevista dada a "Las Ultimas Noticias", en marzo de 1975 dijo que, en general, él no leía poesía sino libros poéticos o revistas deportivas: "No te asombres. Me interesan las crónicas deportivas por el lenguaje que usan algunos periodistas. Mi favorito es Renato González (Mr. Huifa). Tiene su estilo. El deporte tiene mucho de azar como la poesía. Empieza un partido de futbol o un match de box y uno no sabe quién va a ganar. En el poema, uno empieza e ignora como lo va a terminar".
Fue además amigo de Bon-Bon Coronado y del Kid Capitán, un viejo maestro de boxeo que solía pasar por la "Unión Chica" a compartir una copa de vino en el mostrador del bar. En una oportunidad, bromeando, Teillier dijo: "Hay que caer KO cada cierto tiempo, como diríamos los boxeadores. Después de la cuenta de diez tú analizas por qué caíste, te sirve para tus entrenamientos y para tus próximos combates". En 1986, fue invitado a Panamá por el Ministro de Cultura de ese país. Al describir su viaje, nos dice: "Entro al bar del Hotel Soly, construido al estilo americano. Soy el segundo cliente. El primero es un joven de mediana edad de anteojos oscuros, aún dentro de la oscuridad, penumbra al estilo Chicago. Me presento al barman, al cual llamo con una palabra que quiere decir rústico. Me pregunta por Fernandito. Lo vio pelear el año 43, "no lo despeinaban", me dice. Y a modo de elogio. Se me acerca otro habitué. ¿Qué es de Carabantes? Murió, le respondo. Discuten.
El boxeo es la pasión de Panamá. Catorce campeones mundiales. El primero fue "Panamá" Al Brown, pluma, 1,79 de estatura y 59 kg. de peso. "La ironía negra" que fue además el primer campeón mundial nacido en Latinoamérica, terminó su carrera boxeando en bares pobres, bailando y tuberculoso. Tuvo el inútil premio de la inmortalidad. El gimnasio principal lleva su nombre.
"Mano de Piedra" es el ídolo, antes Ismael Lagunas, "Tatto" Valdés, Alfonso López y Martín Vargas".
Su gran sorpresa fue cuando le presentaron a "Mano de Piedra" Durán, con un cortejo de veinte personas. Teillier, veía en los boxeadores a los poetas, finalmente solos, en un cuarto redondo de alguna perdida ciudad.
Su admiración por los que viven al margen de la sociedad lo llevó a leer, con ferviente admiración, libros que recordaran a viejos cantantes de tangos, hípicos y ex campeones de boxeo. Esto queda fielmente retratado en el poema "A un viejo púgil".
A un Viejo Púgil
Revistas color sepia, programas de matches estelares, el par de guantes firmados por el Presidente cuando ganó el Campeonato colgados junto al retrato de la Difunta lo hacen buscar la gloria del Album amarillento y mientras hierve el agua en el anafe va recordando la cara del público y sus rivales a quienes el tiempo les ha contado diez.
La tarde cuelga frente a su ventana como una raída y sucia bata de combate, y él vuelve a bailotear en el ring, siente ovaciones en la tarde muerta.
No crean que está solo mientras prepara el café y hace guantes frente al espejo que le muestra su nariz rota y sus orejas de coliflor.
Todas las tardes regresan sus admiradores que en la estación se empujan para llevarlo en hombros a la vuelta de su gira triunfal y lo dejan en la primavera del césped de pez-castilla donde como le prometió a su madre sueña que ha esquivado sin despeinarse los golpes del olvido.
Francisco VéjarEl MercurioDomingo, 24 de Agosto de 1997